Este no era un mundo mágico de hechiceros, enanos y princesas, era un valle plano y tropical, donde no habían muchos animales ni insectos, bueno, aparte de la tortuga y los cuatro elefantes que seguían tercos balanceándose sobre el caparazón de ésta, que seguía teniendo problemas para respirar. Pensando que ese era el problema, se subió al lomo de la tortuga y los empujó para bajarlos del lomo, pero al siquiera tocarlos hubo un fuerte temblor que hizo que todo se sacudiera fuertemente, de alguna manera, el balance de los elefantes mantenía el territorio unido.
Al bajarse del lomo encontró al extraterrestre parado frente a ellos, mirando, casi juzgando, y Liliana se sintió furiosa, porque esto pudo haberse evitado, a lo que el extraterrestre se encogió de brazos y procedió a alimentar a la tortuga. – ¿No estás molesto?- le preguntó, a lo que el extraterrestre le contestó que no era la primera vez que pasaba, sólo que ella no lo recordaba.
Esta vez el extraterrestre se quedó un rato más de lo común, le dio gusto ver que acariciaba a la tortuga mientras la alimentaba y le echaba agua a los elefantes que protegían la estabilidad de las cosas en dicho plano.
Esa noche Liliana decidió quedarse callada, no comentar nada, sólo escuchar lo que tenía que decir, y el extraterrestre, sin darse cuenta, le habló de los mil viajes que había tenido, que había más que atardeceres rojos, y que las palabras pueden significar más que simples descripciones comunes. Y ella se quedó escuchándolo y se sintió azul, debajo de un atardecer del mismo color.
- Continúa -
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